Al problema no se lo combate redistribuyendo y consumiendo lo que hay, sino creando más riqueza.
Dentro de los indicadores económicos que la gente suele seguir, uno de los más esperados es el índice de pobreza. Con profundo desaliento se ha podido advertir cómo, en los últimos tiempos, ese índice ha mostrado un crecimiento de la pobreza en Argentina, al punto de colocar a casi la mitad de la población en esa situación.
A muchos les cuesta creer que un país con tanta riqueza y sin problemas graves parezca condenado a vivir en una permanente decadencia que nos ha conducido, sin solución de continuidad, de ser el país con mayor ingreso per cápita del mundo en 1895 (superando a Estados Unidos e Inglaterra) y estar entre los diez más ricos durante décadas, a tener hoy la mitad de su población en la pobreza.
El ganador del Premio Nobel de Economía en 1971, Simon Kuznets, bromeaba hace medio siglo diciendo que puede clasificarse al mundo en cuatro modelos económicos: los países desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Japón porque sin riquezas naturales y la devastación producida por la Segunda Guerra Mundial se convirtió en potencia económica en pocas décadas. Argentina porque con todas las riquezas y sin problemas hizo todo lo posible para fracasar y empobrecerse.
La explicación a tal fenómeno es que la diferencia está en las reglas. Los japoneses entendieron que se crece produciendo, y para ello la única tarea del gobierno es generar las condiciones de seguridad jurídica y estabilidad institucional necesarias para que la gente pueda crear riqueza. Los argentinos, en cambio, dedicamos el último siglo a maldecir las reglas del crecimiento económico y endiosar a demagogos y populistas que nos vienen diciendo que lo justo es redistribuir la riqueza existente, en lugar de incrementarla.
Privilegiando una idea de igualdad exacerbada por la demagogia, que se extiende por sobre el orden jurídico y los derechos individuales, se priorizó como política de gobierno la nivelación forzada, que solo puede producirse hacia abajo. Estadísticas como la que se acaban de publicar muestran que, en la medida en que pululan leyes intervencionistas que producen redistribuciones, se va logrando la tan ansiada igualdad, que se alcanzará cuando todos los habitantes del país sean igualmente pobres. Ya están llegando a la mitad de la población, y siguen a ritmo sostenido.
Lo que no se advierte es que el problema no es la desigualdad. De hecho la desigualdad es inevitable en casi todos los órdenes. El problema es la pobreza, y a ella no se la combate redistribuyendo y consumiendo lo que hay, sino creando más riqueza.
Las reglas de la libertad económica contenidas en la Constitución Nacional, según explicó Alberdi en su Sistema Económico y Rentístico, permitieron llevar un país despoblado y sin inversión a aquel primer lugar en ingreso per cápita a fin del siglo XIX. Su abandono y sustitución por los principios opuestos condujo hasta la decadencia actual.
En este punto resulta indispensable reconocer que la pobreza es el estado inicial natural del hombre. Nacemos pobres. Incluso el hijo de un multimillonario nace pobre. Solo tiene la expectativa de riqueza por herencia en el futuro, y de ser mantenido por su padre rico en el proceso. Pero si ese niño se pierde en un bosque o es raptado por indigentes, automáticamente será pobre. Si no aprende a obtener de algún modo (o alguien se lo provee), lo que necesita para subsistir, morirá. Y eso se extenderá por el resto de su vida, que estará signada por la lucha permanente por salir de la pobreza.
Henry Hazlitt explicó este hecho con suma claridad: “La historia de la pobreza es casi la historia de la Humanidad. Los escritores antiguos nos han dejado pocas referencias específicas de ello por considerarlo como cosa sabida; la pobreza era lo normal” (”La conquista de la pobreza”, Unión Editorial, Madrid, 1974). La historia de la humanidad es la historia de la lucha por abandonar la pobreza.
Aceptar este principio supone aceptar que la riqueza no está dada naturalmente -como parecen creer muchos políticos que están dispuestos a consumir recursos que dan por hechos-, y que si no se siguen reglas muy concretas que faciliten o alienten su producción, jamás se podrá salir de la pobreza. Precisamente por abandonar esas reglas, el país va cayendo lentamente (porque los más productivos se resignan a bajar los brazos), pero de manera sostenida desde hace un siglo. En efecto, el 50% que aún no es pobre subsiste por los retazos de producción y riqueza previamente producida y en proceso de redistribución.
Para comprender esas reglas básicas que facilitan la producción, lo primero que se debe reconocer es que la riqueza no es un juego de suma cero, no hay una cantidad determinada de riqueza que permanezca invariable. Si bien esto parece evidente, buena parte de las políticas económicas desarrolladas en el país se basaron en el presupuesto contrario, en pensar que la riqueza es una torta, y por lo tanto la función del gobierno es velar porque esa torta se reparta en porciones equivalentes.
De hecho, ante la debacle provocada por pésimas decisiones políticas que han impedido la producción, en otros tiempos se solía decir que “con dos buenas cosechas salimos adelante”, transfiriendo la solución a la pobreza a una suerte de intervención mágica de los productores agropecuarios que de algún modo se las arreglarían para volver a generar riqueza. Sin embargo, aún aquello que parecía imposible -la destrucción de una fuente enorme de riqueza como es el campo- también está a punto de desaparecer por obra de las mismas reglas destructivas.
Pero la riqueza no es una torta a ser repartida, es en todo caso una fábrica de tortas que podrá tener tantas y de tal tamaño como las personas estén dispuestas a producir. No solo la generación de riqueza no tiene límites, sino que también a la inversa, si no se hace el esfuerzo por producir, la pobreza será inevitable. Las tortas no se fabrican solas; ni siquiera la torta original está garantizada.
Esto significa que en una sociedad basada en la cooperación voluntaria y no en la coacción, cada unidad de riqueza adicional que alguien produzca no se le habrá quitado a otro. Nadie se perjudica porque otro sea más próspero, en la medida en que se elimine la violencia o intimidación de los tratos comerciales. Por el contrario, habrá mayores oportunidades de cooperación para obtener beneficios personales para todos, allí donde abunde la riqueza.
El nivel de vida de la gente depende de la cantidad de riqueza producida, y ésta de las reglas de interacción que facilitan el libre intercambio y la cooperación productiva. En ese proceso, lo único que el gobierno puede hacer para ayudar es generar seguridad jurídica a través de la protección de la propiedad, de los contratos, de los bienes, con tribunales independientes que resuelvan los conflictos, y garantizando la existencia de una moneda sana e impuestos bajos. Por el contrario, debería evitar por todos los medios generar dos cosas: una legislación que interfiera o desaliente el proceso de producción de riqueza, y una burocracia demasiado grande y costosa que se consuma los recursos que deberían ser destinados a invertir en producción.
En definitiva, no es el Estado el que genera riqueza, son las personas. Cuando el Estado quiere inmiscuirse directamente en el proceso productivo, genera dos nefastas consecuencias: 1) impide la producción con su intromisión, y 2) desatiende su verdadera función, que es generar seguridad jurídica y económica a los inversores.
El esfuerzo de producir, que permite salir de la pobreza, es individual, depende de decisiones basadas en valores, propósitos y conocimiento individuales. Ningún gobierno puede gerenciar la riqueza como bien colectivo (lo que no tiene sentido lógico). Cuando se intentó hacer algo así, mediante planificación estatal centralizada, los resultados invariablemente fueron pésimos: a los países ricos los volvió mediocres, a los países mediocres los volvió pobres, y a los pobres los convirtió, además, en dictaduras.
Asistimos hoy al curioso hecho de que muchos analistas examinan datos estadísticos como si fueran datos sociológicos. La Estadística, ciencia exacta basada en las matemáticas, ha sido conducida al ámbito de las ciencias sociales. En un sentido inverso, ciertos economistas intentan evaluar esos datos a partir de un manejo matemático de “variables” que permitan acomodarlos a explicaciones menos dramáticas. Es decir que la economía, que es una ciencia social afincada en el estudio de la interacción humana, ha sido llevada al ámbito de las ciencias exactas, bajo la pretensión de que manejando en forma adecuada las variables, se podrá alterar la realidad.
En el contexto de tal curiosidad, la pobreza es atribuida a la Estadística que la hace visible, mientras que los analistas intentan darle a esos números distintos significados de acuerdo con el análisis económico-matemático que se efectúe respecto de ellos, haciendo prestidigitación con los datos de la realidad. Así es como aparecen como propuestas “económicas” los controles de precios para contener la inflación que tiene otra causa, los controles de alquileres, de cambios, las regulaciones a la producción y comercio de bienes y servicios, y llegan a decir, como hizo el Presidente hace un año, que la vida es prioritaria a la economía, sin advertir que la economía es el medio por el cual se proveen los recursos necesarios para mantener la vida.
Las personas viven y crecen a partir de lo producido, y no de lo obtenido de la naturaleza. Por lo tanto, si no se produce, no se vive. Es algo muy sencillo y que se deduce del sentido común, pero que parece olvidado en Argentina desde hace un siglo. A ello ha contribuido la trampa de pensar que cuando el Estado otorga beneficios, planes sociales o subvenciones, lo hace con riqueza dada por alguna misteriosa razón de la naturaleza, y no quitada a quienes la produjeron.
La conclusión que puede sacarse de todo esto nos da una noticia buena y una mala. La buena es que no hay demasiados secretos, ni recetas muy sofisticadas para salir de la pobreza. Solo permitir y fomentar, con unas pocas reglas claras y estables, la inversión de capital en actividad productiva, la protección jurídica de la propiedad, una moneda sana y un gasto público limitado. La gente se encarga del resto, a partir de acciones y relaciones que son imposibles de prever y mucho menos de planificar por el Estado.
La mala noticia es que desde hace casi un siglo, y de una manera que se va radicalizando, los políticos argentinos que llegan al gobierno no están dispuestos a seguir estas reglas. Las consecuencias no son casuales.
* Dr. Ricardo M. Rojas, Ph.D., es Abogado y doctor en Historia Económica.
El presente artículo fue publicado en Infobae de Argentina.
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