Vanessa Kaiser

Todos podíamos ser déspotas – por Vanessa Kaiser

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Algunos pocos hemos hablado mucho sobre el peligro que representa la extinción de las libertades individuales. Que las democracias occidentales hayan avanzado aplastando los derechos ciudadanos bajo la excusa de poder controlar una enfermedad que no tiene parangón con otras pandemias como la peste negra o la fiebre española, debiese prender las alarmas de cada uno de nosotros. ¿Por qué ha tenido tanto éxito moral el avance de las medidas totalitarias?

Porque en cada uno de nosotros habita un déspota ansioso por desplegar su poder sobre los demás. Y la pandemia brindó una excelente oportunidad para realizar el lado más oscuro de nuestra psiquis. Ya lo decía Tocqueville:

“¿No os dais cuenta de que por todas partes las creencias dejan paso al razonamiento y los sentimientos a los cálculos?, Si, en medio de esta conmoción universal, no conseguís unir la idea de los derechos al interés personal, que es el único punto inmóvil del corazón humano, ¿Qué otra cosa os quedará para gobernar al mundo, sino el miedo?”

Siempre que pensamos en el miedo como la pasión en que se legitima un régimen lo hacemos en términos verticales. De ahí que la teoría política reconozca fácilmente los rasgos de una dictadura, tiranía o despotismo. Pero hay otra dimensión del miedo, mucho más oscura y profunda, que suele avanzar en los contextos políticos cuya institucionalidad queda atrapada en el anillo de hierro totalitario. Es el miedo que nos tenemos unos a otros cuando una parte importante de los individuos en una sociedad decide dar rienda suelta al déspota que lo habita. Este rasgo de nuestra naturaleza humana es usado como armamento de gran calibre por todos los adherentes al marxismo y sus distintas variantes. Es parte de la estrategia para hacerse del poder total. Y cuando hablamos de “total” nos referimos no sólo a las burocracias controlando cada uno de los aspectos de nuestras vidas, sino a los vecinos atentos ante las posibles faltas de los demás, los hijos dispuestos a denunciar a los padres si alguna conversación políticamente incorrecta tiene lugar en el seno familiar y a los amigos transformados en herramientas de delación que sirven al despliegue de un poder microscópico y sistemático. Pero el miedo no emerge de la nada. Se requiere de algo externo: un monstruo o un cuento chino que sintonice con el interés de cada individuo.

Cuando los historiadores estudien estos tiempos sabrán que la extinción de nuestras libertades tuvo por justificación la “seguridad biológica” que nos prometieron los gobiernos ante el ataque de un enemigo invisible, mutante e incontrarrestable. Porque, si usted lo recuerda bien, en su primera fase las cuarentenas tenían sentido. Se trataba de evitar que murieran personas por falta de atención médica. ¿Quién en su sano juicio se iba a oponer a ellas? Sin embargo, como suele suceder con la clase política, la urgencia médica abrió las compuertas a la implementación de todo tipo de medidas sin más evidencia empírica que su eficacia y eficiencia en el control social. Todo por la promesa de la provisión de una “seguridad biológica” que raya en la esquizofrenia. ¿Por qué digo que es absurda? Porque lo único que los ciudadanos no hemos visto ha sido un aumento drástico de la inversión en hospitales o estímulos para contar con un mayor número de profesionales de la salud. ¿No era por falta de infraestructura que nos encerraron al principio? Por tanto, lo lógico hubiese sido ver las planas de la prensa plagadas de proyectos de envergadura para resolver el problema estructural que nos aquejaba. Pero no hubo nada de eso.

La “seguridad biológica” la conseguimos usando mascarillas al aire libre, encerrándonos hasta la depresión y el desplome económico, vacunando a grupos etarios que no representan riesgos de enfermedad ni de contagio, aplicando controles despóticos en aeropuertos y todo tipo de lugares de comercio y servicios. Al paroxismo han llegado Austria, Francia y Australia. Los tres países son democráticos y, al parecer, sus líderes tenían ansias irrefrenables por dar rienda suelta al déspota que llevan dentro. Ellos emprendieron verdaderas campañas de persecución de los no vacunados, como si realmente fuese cierto que una persona no vacunada está enferma y representa un peligro para la humanidad. Eso no lo cree ni un niño de 10 años con algo de sentido común.

Como siempre, y sería interesante entender por qué, es Gran Bretaña el país que rasga el velo de la mentira y termina con lo que Václav Havel denominó “el sistema postotalitario”. Característico de este tipo de regímenes es la vida sumida en una pseudorealidad basada en la mentira y la apariencia. En sus palabras:

“De manera muy simplista se podría decir que el sistema postotalitario ha nacido en el terreno del encuentro histórico entre dictadura y civilización de consumo. Esta gran adaptación a la “vida en la mentira” y la difusión tan fácil del “autototalitarismo” social, ¿acaso no se corresponden con la repugnancia general del hombre de la sociedad de consumo a sacrificar cualquier seguridad material en nombre de su integridad espiritual y moral?”

Si nos detenemos en sus observaciones llegamos a la inevitable conclusión de que, el sistema postotalitario más perfecto de la historia de la humanidad- si lo entendemos como punto de encuentro entre dictadura y civilización de consumo-, es China. Y lo que las democracias occidentales han hecho sin oponer resistencia es importar su régimen basados en la legitimidad que les otorga la promesa de la “seguridad biológica” anclada al interés personal. Olvidamos que los soldados en la mayoría de las guerras han muerto por defender su libertad.

En suma, las nuevas generaciones ya conocen el placer que provoca controlar la vida del prójimo y, si a la pandemia sumamos la cultura de la cancelación y los nuevos pretextos que surjan con la huella de carbono y el cambio climático, estamos demasiado cerca de instalar el “autototalitarismo”. Ese será el cementerio de los cimientos de nuestra cultura cristiano occidental.

* Dra. Vanessa Kaiser, Doctorada en Filosofía por la Universidad Católica de Chile y Doctorada en Ciencia Política por la Universidad Católica de Chile. Magister en Filosofía por la Universidad Católica de Chile. Magister en Ciencia Política por la Universidad Católica de Chile y por la Universidad de Chile. Periodista. Académica, directora de la Cátedra Hannah Arendt en la Universidad Autónoma de Chile. Columnista en “Disenso” y “El Libero”. Concejal por la Comuna de Las Condes.

El presente artículo fue publicado en El blog de Fundación Disenso de España

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