Elena Valero Narváez

Argentina: Ley de alquileres, una estafa social – por Elena Valero Narváez

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“¿Qué exige la riqueza de parte de la ley para producirse y crearse? Lo que Diógenes exigía de Alejandro: que no le haga sombra”. Juan Bautista Alberdi.

Las leyes de alquileres históricamente demuestran que la intervención del Gobierno en el control de precios es siempre nefasta. Es una estafa social a la que hay que poner fin para que tenga en un plazo razonable otra vez vigencia la Constitución Nacional.

Urge que todos en el Congreso se dediquen a resolver los problemas del país y, en el tema de las locaciones, ofrezcan una solución de fondo que otorgue seguridad y tranquilidad a inquilinos y propietarios.

Los resultados prácticos de las leyes de alquileres constituyen un ejemplo notorio de las perturbaciones económicas y sociales que provoca el Estado cuando invade, con su acción, ámbitos propios de la actividad privada. Una vez puesta en marcha dicha injerencia es cada vez más difícil detenerla y se agravan los problemas por las distorsiones que provoca en el mercado, por los privilegios que engendra y por el manejo espurio que de ellos hacen los funcionarios.

Los legisladores, que por lo general promueven y desarrollan discusiones sobre temas sin ninguna importancia, deberían estudiar bien el problema del mercado de viviendas en alquiler, iniciando el camino hacia la plena vigencia del derecho de propiedad, sin recurrir a concesiones demagógicas.

Hasta el primer gobierno peronista no se contaba con una jubilación, un importante sector de la sociedad ahorraba, con mucho sacrificio, para tener una vivienda que con el tiempo servía como medio de subsistencia. Existía un mercado normal de viviendas para alquilar que permitía a sus dueños vivir decorosamente. Por demagogia se promulgó una ley, innecesaria, que congelaba los alquileres.

Aún hoy continuamos perjudicando a quien invierte sus ahorros en una vivienda para alquilar. A menudo se lo condena a vivir miserablemente, y en muchas ocasiones, a no poder recuperar su propiedad.

La necesidad de quienes no tienen vivienda se descarga compulsivamente sobre un sector de la sociedad que contribuye a su mejoramiento. ¿Qué confianza pueden tener los que arriesgan capital al verse despojados de su patrimonio y luego estafados por el Estado, el cual busca la manera de interferir en una relación comercial que no le incumbe y anular la poca iniciativa privada que queda?

Las políticas intervencionistas desmoralizan al inversor privado, inicialmente dirigidas contra sus intereses. Perjudican también a los inquilinos, quienes a priori aparecen como los beneficiados del sistema. Las consecuencias siempre han sido las mismas: el mercado de construcción en crisis, un déficit habitacional dramático y una enorme cantidad de gente sin posibilidad de conseguir vivienda.

Los propietarios, cuando logran algún desalojo, prefieren mantener la vivienda desocupada o venderla e invertir en otro país, en busca de la seguridad que aquí no encuentran. Al restar la oferta, se perturban los mercados, provocando el aumento artificial del precio de las unidades desocupadas.

LIBERTAD

Para evitar la carencia de viviendas sólo existe una solución: libertad para construir y seguridad para el inversor. Es necesario procurar estabilidad política y reglas claras para que pueda normalizarse también la afluencia de capitales, los cuales han desertado por falta de confianza y seguridad.

El intervencionismo del Gobierno se está extendiendo cada vez más, dislocando la economía y desorganizando la acción productiva de la actividad privada.

Parece mentira que legisladores que dicen pretender mejorar el nivel de vida de los ciudadanos desconozcan la realidad social del país. Con sólo repasar la historia de la ley de alquileres podrían normalizar el mercado de locaciones. Con la nueva ley, una vez más, se intentará una solución a medias, o sea no habrá solución.

Para terminar de una vez con la escasez de vivienda se debe admitir que todos pueden usar y disponer de su propiedad, como dice la Constitución, o aceptar que el Estado, como en Venezuela, sea árbitro y propietario. Los legisladores del oficialismo, con otros que propugnan también el intervencionismo del Estado, que están de acuerdo con fijaciones irreales de precios y con la reglamentación minuciosa y restrictiva de las locaciones, aceptan una verdadera dictadura del Gobierno en esta cuestión.

El creciente poder estatal, con privilegios parciales como los que provee la ley de alquileres, está avasallando las libertades constitucionales en vez de fomentar la igualdad que pregona. Perturba la paz social, deslizándonos hacia la anarquía y la tiranía burocrática estatal. Multiplicando las reglamentaciones y los controles se intenta dominar lo sorprendente e inesperado de la sociedad civil.

En el Congreso existe un apego hacia fórmulas normativas, encaminadas hacia la supresión gradual de la libertad individual y económica. Los legisladores, en su mayoría, muestran una mescolanza doctrinaria y política que expresa la falta de capacidad para encarar en forma constructiva el problema de la ley de alquileres.

Por razones non sanctas siempre se ponen de acuerdo en posponer el enfoque realista de la situación, creando un escenario de verdadero caos e innumerables pleitos que trastornan, además, la venta de inmuebles. Se le suma el índice altísimo de inflación, por el cual a los jóvenes que trabajan les es imposible acceder a una casa propia, ya que las cuotas de amortización de un crédito son inaccesibles.

CARTA MAGNA

La Constitución nos quiere a todos iguales ante la ley, es por ello que no es delito oponerse a la arbitrariedad y al avasallamiento de los derechos, tanto como al ataque que se hace a la organización jurídica del país con leyes de este tipo. El legislador no puede destruir el orden constitucional al cual todos deben subordinarse. Se debe entender de una vez en la Argentina que las leyes deben avenirse a los fundamentos, los medios y los fines que prescribe nuestra Carta Magna.

La oposición democrática tiene el deber de volver al Estado a su cauce como garante y arbitro de los acuerdos y tramitaciones: es el que debe aplicar, bajo la mirada atenta de la opinión pública, el marco normativo destinado a garantizar la libertad, la propiedad privada y el estado de derecho, elementos todos que hacen a la seguridad de los bienes y de las personas.

La Constitución alberdiana precisó estrictamente la limitación del poder del Estado porque en ello reside la única garantía de la libertad individual. Como en la igualdad ante la ley habita la única esperanza de paz social. Si ambas, por intereses sectoriales, son socavadas por el Estado, éste se excede en sus atribuciones.

Privilegiar a los inquilinos por la errónea idea de que todos los inquilinos son pobres y los propietarios ricos, es un error. Se destruye el negocio de construir viviendas para alquilar, los edificios viejos no se reparan y la crisis de la vivienda se agudiza ya que estas leyes nunca logran lo que se proponen. Los inquilinos más privilegiados son cada vez menos y los propietarios perjudicados cada vez más.

Esta anomalía es consecuencia de que los gobiernos con devoción por la planificación central una vez que comienzan a hacer diferencias entre distintos sectores sociales provocan que los empresarios, los camioneros, los constructores, todos, y con más éxito los capaces de ejercer presión, pidan privilegios. Es así que aumentan los impuestos para pagar a la burocracia que crece y subvencionan a quienes pueden cumplir con la amenaza de afectar la paz.

El orden jurídico debe basarse sobre leyes estables y ajenas a la demagogia circunstancial de un grupo de hombres en un momento determinado. Las leyes de alquileres siempre llevaron a la regulación artificial y coercitiva de los precios. No puede ser que los legisladores en la actualidad no lo sepan. Se impone que el Congreso, de una vez por todas y en poco tiempo, corrija esta estafa social facilitando la recuperación inmediata de su vivienda al propietario para que la destine a él mismo o a los miembros de su familia.

Se deben impedir las inmorales transferencias y suprimir las trabas procesales y organismos burocráticos que demoran el ejercicio de los derechos reconocidos por la Constitución a la actividad privada.

Todos los argentinos deberíamos tener en claro que si conseguimos más libertad para los intercambios y elecciones, nuestras posibilidades y condiciones de vida serán mejores. Sólo así podremos conseguir lo que deseaba Juan B. Alberdi: instituciones libres y las virtudes “silenciosas” que hacen progresar a los países: paciencia, perseverancia y esfuerzo.

* Elena Valero Narváez es historiadora, analista política y periodista. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia y Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio a la Libertad de Fundación Atlas 1853. Autora de “El Crepúsculo Argentino”, publicado por Editorial Lumiere en 2006.

El presente artículo fue publicado en La Prensa.

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