Elena Valero Narváez

Argentina: Juventud, divino tesoro – por Elena Valero Narváez

Hans Kohn, ejemplo de un intelectual del Siglo XX, historiador imparcial de enorme erudición, daba suma importancia a la educación de los jóvenes porque podían ser los futuros iniciadores y transformadores de ideas.

Su voz fue la de un salvador del mundo globalizado intentando evitar el concepto totalitario de la vida. Propuso que la sociedad planetaria, a la que desde hace muchos años nos dirigimos, reflejara los valores que resaltan la autonomía individual.

Había que evitarle a ese destino común hundirse en el aislacionismo y el nacionalismo, dejarlos atrás, abrazar la responsabilidad de afianzar las democracias y decidir el futuro del mundo, unidos por los lazos que nos intercomunican.

Pensaba que aunque tuviéramos que enfrentar muchos sacrificios bien valía la pena salvar la gran herencia de la sociedad occidental que surgió en Atenas y en Jerusalén. Creía que Occidente debía defenderse de la amenaza totalitaria, contra ataques impulsados por cualquier fe fanática. Por eso, un paso fundamental para él era preparar a la juventud, facilitarles armas espirituales que revaluaran y reforzaran las tradiciones de los hombres libres. A los colegios, sobretodo a las universidades, les correspondía tan importante tarea.

Es provechoso en la actualidad repasar algunas de sus ideas, sobre la necesidad imperiosa de retornar a los valores espirituales que hicieron de la sociedad más abierta de la tierra, Estados Unidos, un modelo de apostolado de la libertad y dignidad humanas. Nos muestra, en sus escritos, el ejemplo de dicho país donde los filósofos e intelectuales europeos del siglo XVIII vieron en las colonias inglesas de América del Norte la posibilidad de realización de sus sueños de progreso.

Era la tierra prometida donde creían que podían formar una sociedad ideal, pero las cosas no fueron tan fáciles como pensaban: los colonizadores encontraron una tierra árida de escasa fertilidad, bosques apretados sin senderos ni atractivos, una vasta soledad que exigía un esfuerzo supremo, si querían un lugar adecuado para vivir.

En esta desigual lucha, destaca el notable historiador, se les fue desarrollando un rasgo de la naturaleza humana desconocido en otros lugares: la confianza en sí mismos. A través de la lucha por dominar la naturaleza, de construir, edificar civilización, fundaron un país próspero donde triunfó el espíritu de empresa, de iniciativa, de creatividad y de optimismo en el futuro. Se convirtió en una nación sobresaliente en tecnología, en ciencias, en inventos mecánicos.

Las conquistas materiales, nos dice Hans Kohn, atrajeron porque producían recompensas envidiables: Estados Unidos se convirtió en el centro y modelo de genio inventivo y progreso tecnológico. Los intelectuales del siglo XIX comenzaron a menospreciar aquella persecución del dólar y aquel culto a la maquina, aunque aclara, los logros no fueron sólo materiales: también se convirtió en el país más libre y progresista de la tierra.

Allí arraigaron las tradiciones inglesas de libertad, la herencia de Milton y de Locke, del habeas corpus y de la tolerancia, crecieron hasta convertirse en un mensaje universal para todos los hombres, no sólo para los de origen anglosajón. Se convirtió en un modelo de sociedad libre, basada en el respeto al individuo y proporcionó medios para el desarrollo espontaneo y sin trabas, que aún se desconocían en Inglaterra.

Pero, nos advierte Kohn, la libertad y el bienestar ya no alcanzan en el mundo que vivimos, hay que agregar la afirmación de valores espirituales, valores que no son materiales pero fueron los que hicieron posible el progreso económico y la libertad política, herencia que les legaron a Estados Unidos las sociedades libres europeas. Frente a la amenaza que hoy se cierne sobre esos valores, incumbe a los colegios preparar a la juventud para que esté en condiciones de hacerle frente a sus enemigos, de afirmar nuevamente las bases en que se apoya la libertad política.

Hace una diferencia entre universidades técnicas y profesionales, donde no es tan necesaria este tipo de educación pero, enfatiza, en las de artes liberales la juventud debería buscar el saber por sí mismo. Nos comenta su importancia: las elevadas funciones intelectuales y espirituales son desinteresadas, abren ante los hombres horizontes más amplios, les proporcionan un goce profundo y duradero y amplían su comprensión de la vida. Proporcionan recursos interiores para hacer frente a las pruebas y a las penalidades, a las frustraciones y sufrimientos que son inherentes a la aventura de vivir. Sin ellos, asegura, la vida sería mucho más vacía y acabaría por perder su sentido.

Observa el historiador que su generación confiaba cada vez más su salvación – como la de hoy – en nuevas técnicas: a la idolatría de la tecnología sucede la idolatría de la ciencia social y de la psicología. Todo el mundo, explica, desea hallar la paz mental, la panacea para los males en una buena adaptación individual. Él disentía: pensaba que la educación superior no debería empeñarse en lograr buenos promedios de individuos bien adaptados sino en desarrollar personalidades cuyas mentes y corazones siguieran vibrando después de la adolescencia, no en la forma “idealista” propia de esos años sino en una forma madura, crítica y cabal.

Había que educar gente que se preguntara por problemas, que no se satisficiera con soluciones sencillas, ni con esos finales felices que se dan por anticipado. Gente que supiera que no existen respuestas y menos aun soluciones anticipadas a muchas preguntas y problemas de la vida, que no creyera en panaceas para los males de los individuos, de la sociedad y de la humanidad.

Nos propone en cambio que en pequeña escala hagamos lo que hizo Sócrates: examinar la vida imparcialmente y sopesar todas las alternativas, como él, conservar la juventud gracias a la curiosidad siempre insatisfecha.

Los jóvenes afirma Hans Kohn, deberían abandonar la Universidad como personas adultas, sin perder el tiempo en una infancia alargada en exceso, de 20 o 30 años y hasta 40, adornando nuestro lenguaje en una forma un tanto ridícula (cualquier similitud con la realidad actual es mera coincidencia).

Tendrían, al menos, que abandonar el colegio de artes liberales para entrar en la madurez, adquiriendo una profunda comprensión y respeto por los fines desinteresados del saber, por las grandes obras de arte, por la conducta ejemplar de los hombres venerables.

Acusa al fascismo y al comunismo de haber propagado una creciente confusión en mentes y corazones (aún perdura): los intelectuales se han dejado dominar por el sentimiento de frustración que expresa Frank Kafka, por el nihilismo que alienta a los héroes de la novela “Contrapunto” de Aldous Huxley, por el temor al que Martin Heidegger considera la obsesión principal del hombre, por la idealización del proletario militante y disciplinado como un robot tecnológico, presentada por Ernst Jünger, por la nausea de la que habla Sartre, por la labor de Sísifo en la de Albert Camus ve un símbolo de la vida humana. Adelanta que el futuro va a ser difícil, que habitamos un mundo inseguro y tal vez, no se podrá gozar de paz espiritual.

No obstante, se declara en contra de las prédicas y deseos moralistas, piensa que no darán seguridad al mundo. Esas generalidades dice, evitan tocar problemas concretos que encierran todas las dificultades y a las que es preciso hallar respuesta, aunque nos cueste mucho esfuerzo. Sólo será capaz de contribuir a esta tarea la juventud universitaria, si y solo si, comprende hondamente los valores de la civilización occidental y de la sociedad libre que la harán capaz de enfrentarse con valentía a las realidades y problemas del futuro.

Hans Kohn, ilustra con el tema del armamento: es cierto –como se dice- que no hay seguridad en las armas pero, agrega, que la historia nos muestra que tampoco existe en el desarme. Por lo cual afirma que el pánico es mal consejero, como también la racionalización de la esperanza; el pesimismo desmedido e infundado que prevé la destrucción de todo ser viviente en esta tierra es tan perjudicial como el optimismo desmedido e infundado que cree en la súbita transformación del hombre colectivo, en ejemplares de sabiduría y de bondad.

Ambos, aclara, evitan que podamos pensar con claridad y obrar oportunamente. Los peligrosos tiempos que se avecinan nos obligan a vivir en planos conscientes más elevados de los que estamos acostumbrados. Los totalitarismos nos hicieron un servicio al hacernos conscientes de los peligro de perder la libertad individual y los valores de la vida civilizada.

No nos fijamos en ellos, apenas los apreciamos, los damos por sentado, sin pensar que si nos faltan la vida no merece ese nombre. En tiempos normales no le damos importancia a la libertad, ni a la seguridad que en una sociedad libre, las leyes nos proporcionan, pero basta una situación que las haga peligrar para valorarlas en su justa dimensión.

Tampoco notamos la falta de imaginación artística de las sociedades cerradas, donde las personas se deben resignar a la mediocridad de los gustos convencionales, como pasó en la Unión Soviética.

Tenemos a favor del progreso, recalca Kohn, la interdependencia de la civilización. Es cierto, no reneguemos de ella. Si bien nos es imposible predecir el curso futuro de la historia influidos por nuestros conocimientos, sí podemos, como explica Kohn, buscar lo que creemos mejor para el progreso, dando real importancia a los valores que defiende la doctrina liberal.

* Elena Valero Narváez es historiadora, analista política y periodista. Miembro de Número de la Academia Argentina de Historia y Miembro del Instituto de Economía de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Premio a la Libertad de Fundación Atlas 1853. Autora de “El Crepúsculo Argentino”, publicado por Editorial Lumiere en 2006.

El presente artículo fue publicado en La Prensa de Argentina.

 

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