Armando de la Torre

Mi primera pandemia global – por Armando de la Torre *

La entera población mundial parece ahora crispada y sobrecogida de miedo entre un océano de cadáveres de difusión planetaria.

No es la primera vez ni tal vez la última de una aplastante vivencia colectiva de nuestra precariedad urbana, pero para mí es, sin embargo, un estreno.

He sido testigo de guerras mundiales, de revoluciones sociales masivas, de catástrofes ambientales, de depresiones económicas no menos colectivas, pero nunca de una pandemia de alcances tan singularmente global.

Creo ahora entender mejor a aquellos sobrevivientes de la peste bubónica del siglo XIV o de otras trágicas ocasiones sobre las que tanto leí en mis años mozos.

Pero ésta es singular por sus alcances planetarios. Es más, la primera que se ceba en la aldea global que Marshall McLuhan creyó descubrir en la década de los sesenta del siglo pasado.

Porque hoy estamos entrelazados a nivel global como nunca antes, ni siquiera tras la invención de la imprenta. Lo digital se nos ha vuelto lo universal. Y por eso, todos hoy podemos sollozar, o reír, más o menos al unísono.

Un estruendo global.

Y así, los dirigentes del Partido Comunista chino han devenido los peores culpables a los ojos de todos nuestros contemporáneos en el mundo más relativamente libre por esa vieja táctica desde los tiempos de Lenin de manosear la información pública de lo que acaecía simultáneamente en Wuhan.

Nada nuevo, reitero, en la irresponsabilidad inhumana de esa corriente política durante toda su historia. Desde las matanzas masivas, por ejemplo, de agricultores ucranianos en la década de los veinte del siglo pasado hasta el exterminio por hambre de millones de seres humanos durante la revolución agraria de Mao Zedong en China, por no mencionar la aún más espantosa de su camarada Pol Pot en la vecina Cambodia.

La humanidad, sin embargo, ha logrado sobrevivir a las reiteradas pandemias tanto biológicas como las políticas que la han diezmado una y otra vez.

Hasta ahora.

Hoy, por su puesto, ya somos los ocho mil millones de seres humanos que poblamos este globito azul perdido en la inmensidad obscura y frígida del espacio sideral. Lo cual, paradójicamente, hace menos probable nuestra desaparición definitiva de una sola vez.

Pero el dolor de los humanos no guarda proporción alguna con el número de los afectados por cualquier epidemia. Y ese supuesto valor global es una abstracción más entre las muy métricas de las ciencias.

Pero nadie goza o sufre, progresa o retrocede, se realiza o se anula, en base a estadísticas abstractas sino a base de contactos muy íntimos y particulares con sus semejantes. El dolor humano jamás ha sido mera cuestión de números.

Esta pandemia del coronavirus nos ha tomado por sorpresa a todos en el momento menos probable. Nuestra civilización global ha marcado en los últimos tres siglos conquistas revolucionarias, una tras otra, que parecía habernos blindado para siempre de tan primitivos azotes. Y, sin embargo, una forma de vida tan diminuta que nos resulta invisible nos está dando el parón del todo inesperado de los milenios.

Éramos testigos del Boom inesperado de Trump, del aparente final de los conflictos entre los árabes del Cercano Oriente, inclusive de los preparativos para visitar el planeta Marte en cuatro años plazo… Pero todo se ha derrumbado a la velocidad de locomoción de ese insignificante y anónimo virus. Lo cual demuestra una vez más que aunque continuemos ensillados en nuestros prejuicios y cálculos equivocados, a la naturaleza parece importarle para nada. Se mantiene implacable, aplastante y, lo más indignante de todo, sorpresiva.

Y así de pronto todo ello parece recordarnos desde distancias infinitas que nuestro destino final ha de trascender todo lo natural y, por lo tanto, también todo lo meramente humano e histórico.

Y por ello también el privilegio del que tanto nos hemos ufanado siempre, el de pensar y prevenir, y que nos hace únicos en el Cosmos, parece evaporarse del todo ante un insignificante y despreciable bacilo producto de uno de nuestros laboratorios humanos más recónditos.

Este virus nos ha recordado a nosotros tan orgullosos y en un instante lo falible y lo vulnerable que somos…

¿Acaso tendremos otra oportunidad para sobrevivirlo? Así lo creo modestamente. Pero también esta puede ser otra de mis innumerables equivocaciones.

En todo caso, procuremos extraerle todo lo valioso que esta vivencia colectiva pueda encerrar para nuestro futuro. Por ejemplo, no ser tan dogmáticos ni pretender poder anticiparlo, o dominarlo todo, a lo largo de nuestras existencias personales o colectivas. En otras palabras, hagamos de lo mismo un aprendizaje para ser menos inhumanos hacia los más débiles entre nosotros a un modo de veras estrictamente evangélico.

Es en este último sentido en el que les reitero la presencia de esta pandemia que nos podría reducir enteramente a cero, pero que también nos puede estimular al arrepentimiento y al propósito de la enmienda.

Ya lo he repetido muchas veces: “Que al parecer Dios escribe derecho con renglones torcidos….” O más al punto como nos lo amonestó San Marcos en su Evangelio: “Quién tenga oídos para oír, que oiga” (4:23)

* Dr. Armando de la Torre es fundador y director de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala desde 1977.


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