Armando de la Torre

El imprescindible retorno a la varonil – por Armando de la Torre

El imprescindible retorno a la varonil, que nos urge, creo y a nivel planetario.

Acepto de antemano las críticas que tal punto de vista pueda suscitar en algunos y algunas.

“Esto Vir”, sé hombre, rezaba el lema de la Agrupación Católica Universitaria a la que me afilié cuando ingresé a la Universidad de la Habana en 1945. Y han pasado muchos años desde entonces, al cabo de los cuales me encuentro para mi estupefacción que hoy tal lema en el mejor de los casos resultaría ofensivo y hasta inaceptable desde varios rincones revolucionarios de la opinión pública mundial.

Y así, en lo personal, y en mis tiempos jóvenes, creía haber entendido a las mujeres cuando reclamaban derechos iguales a los de los hombres para poder aportar con sus talentos y habilidades a la construcción de un mundo mejor. Se les llamó en aquel entonces “sufragistas”, pues aspiraban con sus sufragios personales a mejorar las funciones públicas con más democracia y menor “machismo” ya desde aquellos inicios del siglo XX.

Y de esa manera, años después, también entendí que las respectivas escogencias electorales de Margaret Thatcher, de Golda Meir o de Angela Merkel constituyeron genuinos y espléndidos avances para la vida social de todos los pueblos.

Pero hoy me encuentro aturdido por el sesgo explícitamente homosexual por el que parece haber optado encima buena parte de la opinión pública en muchos rincones del mundo. Y así, un problema antaño eminentemente clínico y muy privado ha pasado a ser muy público y hasta motivo de orgullo para mentalidades que se dicen muy progresistas y con una mayor amplitud de criterios.

Pero yo permanezco muy en lo personal siempre fiel a ese lema muy romano: “Esto Vir”, sé hombre.

Porque todavía para mí no son sinónimos la neutralidad acerca del género y la homosexualidad a la hora de escoger nuestros conductores para la vida pública.

Y de tal manera, aun permanezco entre quienes creen que la capacidad para ser madres les es un atributo exclusivo y definitivo a la mujer. Sin ello, la raza humana no sobreviviría, como tampoco sin el otro aporte genético, el del hombre.

Y por eso, tampoco ha podido progreso médico alguno que pueda habernos hechos sexualmente fecundos a nosotros los hombres a la manera de nuestras madres. La exclusividad, reitero, para tal milagro les es congénita solo a ellas.

Por eso adicionalmente no dudo que cualquier mujer inteligente y, sobre todo, de mucho carácter, pueda desempeñar con éxito labores usualmente más asociadas con la personalidad masculina que con la femenina pero no viceversa.

Todas esas posibilidades las he vivido al seno de mi propia familia, también en la cátedra universitaria, no menos en la competencia pública por empleos en el mercado del trabajo remunerado, o en la especulación científica, o hasta en singulares ocasiones heroicas donde ha estado en juego las meras supervivencias de nuestra prole.

Y me alegra tanto enriquecimiento adicional para la cultura universal por las contemporáneas aptitudes femeninas al constituirse cada una de ellas en esposa y madre, mientras al mismo tiempo la he visto siempre responsables del buen funcionamiento del hogar.

Pero todo ello nada tiene que ver con ese progresivo afeminamiento de los hombres tan típico de las sociedades en mortal decadencia, tanto entre las antiguas como entre las modernas.

Algunos seres humanos, o sea, háyase dado entre varones o hembras, de siempre han tenido problemas con el manejo de sus respectivas sexualidades. Y por eso considero que las desviaciones sicológicas respectivas son legítimamente del ámbito profesional de médicos y psiquiatras. Realidad, por otra parte, que también considero propia de la reserva moral muy discreta en el seno de cada familia.

Pero hoy me encuentro, a mi avanzada edad, con un horizonte para mí inédito a ese respecto: que algunos hombres públicamente hubiesen preferido haber nacido hembras y algunas mujeres, no menos, haber nacido machos.

Todo perfectamente comprensible desde un punto de vista clínico así como de larga evidencia histórica en las culturas.

Pero este último dilema de siempre se ha desparramado desde las paredes de la intimidad hogareña y se ha vuelto asunto de argumentación pública en casos muy complejos aunque visibles para todos.

Y de tal modo, reitero, se han debilitado en extremo las rígidas normas éticas del judeocristianismo que habíamos heredado con matices diversos todas las sociedades modernas. Y por eso, con la brevedad e intensidad de un relámpago, veo con sorpresa que lo más íntimo de otrora parece habérsenos vuelto ofensivamente lo más social, y que hasta lo que empezábamos a creer en parte remediable ahora no lo es.

Este cuestionamiento de conciencia lo considero una catástrofe para nuestra supervivencia, porque siembra y presupone al mismo tiempo una comprensión muy insostenible y contradictoria de lo social en el humano.

A tal luz reciente interpreto, por ejemplo, la antipatía contemporánea de ciertos medios de comunicación social hacia los regímenes hodiernos de la Europa oriental (digamos de Lituania, Polonia, Eslovaquia y hasta Hungría), en abierto contraste con lo que se practica en la Europa occidental o en los Estados del Pacífico norteamericano tales como los de Washington, Oregon y California.

Y de esa manera, hoy te sometes en silencio a la ortodoxia homosexual o terminas en el descrédito moral más absoluto y hasta posiblemente ante los tribunales de justicia.

El mundo de mis ancestros fue hasta ahora crecientemente democrático y tolerante. Por su puesto, en esta calificación de ninguna manera incluyo los sistemas dictatoriales de la Cuba de hoy, o de Venezuela y Nicaragua, que otrora sí figuraron entre las democracias occidentales.

Pero, repito, en términos muy generales la tradición cultural que podríamos llamar también “atlántica” (o judeocristiana) nos había permitido conservar hasta ahora los puntales más sólidos de nuestras mejores comprensiones del civismo.

Por todo esto, el mundo tal como se nos ofrece a la vista hoy, parece progresivamente enderezado a querer borrar las para mí inevitables diferencias genéticas entre hombres y mujeres, lo cual me resulta una deformación axiológica del todo incomprensible.

Pues, “Varón y hembra nos creó Dios”, como nos lo confirma el libro del Génesis de la Biblia. Pero al igual que en la historia mítica de la rebelión de lucifer, pretendemos de nuevo enmendarle la plana a nuestro Creador, con la consecuencia adicional del peligro de excluirnos de aquella promesa del paraíso para los pueblos todos y que hoy reposan en la fe única en la persona de Cristo.

Aquí quiero subrayar otro aspecto relevante: sin lo Absoluto no hay relativos. Por eso mantengo que sin la fe en Dios ningún otro valor identificable por los hombres puede tener valoración definitiva.

¿Podríamos acaso identificar para nuestro futuro alguna otra opción esperanzadora?

* Dr. Armando de la Torre es fundador y director de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala desde 1977.


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