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Una dictadura de partido que se mantiene en el poder merced a un aparato de vigilancia y represión, que niega los más elementales derechos a su población, está fuera de lugar en la tercera década del siglo XXI. Aun así, Cuba —una dictadura militar con rostro civil— mantiene un aura mística, romántica, en la mente idealista de muchas personas que ven en ella una sociedad en la que hay igualdad. Hoy está ampliamente diseminada la noción de los derechos humanos y es un testamento a la capacidad de producir espejismos que su ausencia y negación se coloque en un pedestal de idealismo.
La revolución cubana ya tiene más de sesenta años, con el mismo partido y aparato de control social en el poder. En más de seis décadas nunca se ha atrevido a someter su liderazgo a una elección o voto popular, su permanencia en el poder se fundamenta en la agotada y vaga poesía de “la revolución”. De fondo, esto delata un profundo desprecio por “el pueblo”, que es tonto, no sabe lo que le conviene, a quien no puede confiársele el derecho al voto y debe ser dirigido y guiado, a cualquier costo, por una élite que sabe mejor qué necesita. Una dictadura que perdura más de sesenta años se ha quedado sin argumentos. En Cuba no hay elecciones y punto; el gobierno no representa la voluntad popular, no es permitida la oposición política. ¿Qué legitimidad tiene el gobierno de Cuba? El garrote.
Con más de sesenta años en el poder, el Gobierno nunca ha permitido prensa, radio o televisión independiente que no sea la del régimen. Usted solo lee, escucha y ve lo que le quiere enseñar el régimen, que permite brotes de expresión siempre y cuando no se critique o ponga en entredicho a la autoridad. El internet ha puesto a prueba la rígida censura, pero los acontecimientos en semanas recientes han demostrado la agilidad y rapidez con la que el Gobierno puede clausurar el acceso, por ser el único proveedor autorizado; es peligroso que la gente pueda informarse y comunicarse fácilmente. ¿Peligroso para quién? No hay libertad de expresión, “por el bien del pueblo”.
Se habla de las maravillas del sistema de educación en Cuba. Todos han sido indoctrinados a idolatrar al partido, la revolución, los héroes míticos y al Estado, ese padre benevolente que provee todo y exige ciega lealtad y obediencia. La gente no lo cree, aun con décadas de riguroso control y tratamiento intensivo. Es que por más educación que tenga, su ruta de superación es el agrado del Estado. Uno de los propósitos fundamentales de la educación es que las personas tengan oportunidad de descubrir y realizar su potencial. Otra versión es que sean útiles al Estado, o al partido, que es lo mismo; no cabe duda de cuál versión priva en Cuba.
El régimen cubano no cansa de culpar a EE. UU. por la escasez de alimentos y productos en la isla, pero recibe con agrado más de US$3 mil millones en remesas. La revolución cubana nunca ha permitido que sus ciudadanos puedan producir y comerciar para superarse. El Gobierno y Ejército cubano pueden comerciar con otros países, pero no se permite a sus ciudadanos hacerlo. Al régimen le encanta la inversión extranjera, siempre que sea con el Gobierno o el Ejército, no con ciudadanos particulares cubanos. Cuba no produce porque no se permite a las personas producir. ¿Qué posible legitimidad tiene la prohibición de producir y comerciar? La revolución.
Cuba es una isla anacrónica; el régimen, una élite despótica, intransigente, sin legitimidad, desfasada, fuera de tiempo. La tiranía se aferra al poder y no se va, impidiendo que florezca una sociedad que merece mejor destino.
* Dr. Fritz Thomas, Ph.D., es Doctor en Economía por la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala y profesor de la misma casa de estudios.
El presente artículo fue publicado en Prensa Libre de Guatemala.
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