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La política y actividades conexas que conducen a posiciones de poder es terreno fértil para cosechar enemigos; pone acento a diferencias menores. Puede entenderse el cisma infranqueable entre quienes sostienen ideas y principios que son fundamentalmente opuestos. El liderazgo demagógico se caracteriza por la intolerancia, no solo de sus opuestos, sino especialmente de sus cercanos, que constituyen su mayor amenaza. Es así como personas de reconocida trayectoria y honorabilidad que toman alguna posición de acuerdo con su leal saber y entender, en circunstancias específicas, son tachadas de traidores o deshonestos. Los poseedores de la verdad absoluta no pueden concebir que una persona correcta actúe y piense de manera diferente a sus dictados. Aquel que cruce la línea de su singular ortodoxia inflexible necesariamente obedece a intereses oscuros. El que no ponga el punto sobre la i o la j, exactamente como ellos prescriben, es el otro, socio del mal; el enemigo que debe ser destruido.
Un artículo del historiador académico y político canadiense Michael Ignatieff, publicado en el NYT (16/04/2013), es referente usual para contrastar los conceptos de enemigo y adversario en la política. Para que las democracias funcionen, dice el autor, es necesario que políticos respeten la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien que quieres derrotar; un enemigo es alguien que tienes que destruir. Es honorable llegar a un arreglo con adversarios; hacerlo con enemigos es apaciguamiento. La confianza es posible entre adversarios; te ganarán si pueden, pero aceptarán el veredicto de una pelea justa. La disposición de jugar con las reglas es lo que exige una democracia de buena fe. La confianza entre enemigos es imposible; no juegan con las reglas, y si lo hacen, es solo como medio táctico para conseguir el fin. Si ganan, tratarán de reescribir las reglas para que nunca sean derrotados de nuevo. La política no es guerra, dice Ignatieff, sino su mejor alternativa. El problema es que luego de estas perceptivas frases, el autor cae en el vicio que deplora y procede a explicar cómo sus adversarios políticos, practicantes de discurso y tácticas venenosas son el enemigo.
La línea que separa al enemigo del adversario puede ser muy delgada, casi imperceptible, cuestión de grado; uno puede convertirse en el otro. Freud desarrolló la noción del “narcicismo de diferencias menores”; la idea que “es precisamente las diferencias menores entre personas que son por lo demás similares, que forma la base de sentimientos de extrañeza y hostilidad entre ellos”. Bordieu afirmó que “identidad social recae en diferencia, la cual es afirmada contra lo más cercano, que representa mayor amenaza. Un esbozo de una teoría general del poder y la violencia debe incluir consideración del narcisismo de diferencias menores, también porque su contraparte —jerarquía y grandes diferencias— [produce] relativa estabilidad y paz”. Un artículo señala que Jonathan Swift, en su novela Los viajes de Gulliver (1726), describe este fenómeno al contar cómo dos grupos se enfrentaron en una larga y viciosa guerra por estar en desacuerdo sobre de qué extremo era mejor quebrar un huevo. Viene a mente la amarga disputa, hace varios siglos, entre teólogos cristianos protestantes y sus fieles, sobre si el camino a la salvación es por la fe o las buenas obras.
Divide y vencerás. El que corre una carrera sucia, al igual que el sediento de poder, no piensa en codear y tropezar a quienes van atrás, sino a quienes tiene a su lado. Quieres destacar, elimina a tu par.
* Dr. Fritz Thomas, Ph.D., es Doctor en Economía por la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala y profesor de la misma casa de estudios.
El presente artículo fue publicado en Prensa Libre de Guatemala.
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