“Muéstrame al hombre y te mostraré el delito”, es una frase atribuida a Lavrentiy Beria, jefe de la policía secreta (NKVD) de Stalin. Es el caso del hombre con extravagante peinado amarillo, el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump; mil veces culpable, tan solo hay que encontrar el delito. Sus numerosos y poderosos detractores lo tildan de fascista y una larga lista de adjetivos peyorativos. La mayoría de los medios de comunicación, intelectuales, el régimen y la burocracia profunda, consideran que su deber sagrado es eliminarlo del escenario y, preferentemente, enviarlo a prisión.
Independientemente de preferencias políticas, Trump es un auténtico caso de estudio del uso del sistema de justicia, las instituciones públicas y la propaganda para eliminar a un adversario político. Están dispuestos a doblar las reglas e instituciones con tal de acabar con él, abriendo la puerta a que esas mismas armas se usen contra ellos cuando cambie la marea del poder y la retórica; así se desmorona el estado de Derecho.
Trump es un populista divisivo y conflictivo. Ganó las elecciones de 2016 con 63 millones de votos y las perdió en 2020 con 74.2 millones. Algún nervio popular toca. El establishment y 95% de los medios de comunicación ven a estos millones de votantes como tontos, primitivos ignorantes engañados por un demagogo. Las élites, personas inteligentes, no permitirán más engaño.
Durante los primeros años de la presidencia de Trump se agitó la histeria colectiva, con vergonzosa complicidad de los medios de comunicación que dieron por buena toda la ficción —por una supuesta conspiración de Trump con Rusia. Es hecho comprobado que fue una fabricación orquestada y financiada por la campaña de Hillary Clynton; “prueba” que usó el FBI para investigar a Trump y perseguir a su equipo. El Congreso le armó un juicio político durante el año electoral de 2020, sabiendo de antemano que carecía de los votos para desaforarlo; un espectáculo para manipular la elección.
Con decenas de agentes fuertemente armados, el FBI asaltó la residencia de Trump en Florida para confiscar documentos clasificados. Pronto se supo de documentos similares en residencias y oficinas de Joe Biden desde hace años, sin que fueran asaltadas por equipos swat del FBI y televisado al mundo. Ni se diga de los registros clasificados que destruyó Hillary, la evidencia de sobornos en la computadora de Hunter Biden. Cuando Elon Musk compró Twitter dio acceso a periodistas independientes a los archivos de esa plataforma; han revelado amplia evidencia de colusión con el FBI y otros órganos estatales para desaparecer información inconveniente para Biden previo a las elecciones.
El más reciente espectáculo es instigado por un fiscal de distrito en Nueva York – Alvin Bragg – que durante su campaña para el puesto se jactó de que acusaría a Trump, sin decir de qué. Ya encontró el delito y formuló cargos. Trump pagó a una mujer que lo extorsionaba para no revelar un supuesto amorío, hecho que será moralmente cuestionable, pero no es delito. El fiscal sostiene que, al hacer el pago con su propio dinero por medio de un abogado, Trump en realidad se hizo a sí mismo una donación electoral no declarada. Los medios y la élite política repiten hipnóticamente “nadie está por encima de la ley”; 51% del público aplaude. Todo vale con tal de eliminar a pelo lindo.
El tema no es Trump, sino el estado de Derecho, la manipulación de la ley y organismos de Estado para perseguir a adversarios políticos. Vienen al menos nueve acusaciones más; hay espectáculo para rato camino a las elecciones de 2024.
* Dr. Fritz Thomas, Ph.D., es Doctor en Economía por la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala y profesor de la misma casa de estudios.
El presente artículo fue publicado en Prensa Libre de Guatemala.
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