Podría tratarse de una sátira, más es legítimo blanco de crítica, burla, meme y desprecio; escuchar y ver el video del himno del Renap es cómicamente repulsivo. Reflexionar sobre lo que simboliza y evidencia, conjura oscuridad distópica. El gasto de Q45 mil no es exorbitante; equivale al costo anual de una sola plaza en el reino o uno de sus múltiples feudos, que pasa desapercibido, ya sea real o fantasma. El costo del himno puede dimensionarse a muchas situaciones y encontrar que equivale a cierta cantidad de refacciones escolares, dosis de un medicamento en el sistema hospitalario o a la reparación de un número de baches en alguna carretera. No se entiende cuál es el escándalo; el costo del himno es menor que el de dos o tres funcionarios viajen al exterior en alguna misión de vital importancia para el futuro del país y el bienestar de la población.
Más allá del gasto, la calidad del himno también ha recibido atención. Estrofas de burocratismo autoglorificador, sonetos de la majestuosa misión institucional expresados en la voz de tenor heroico sobre estacato de los acordes del piano, cantando al universo las inmortales palabras: ¡Oh Renap! ¡Oh Renap! ¡Oh Renap! Aunque se brindara amplia licencia poética, no pasa de ser un canto al cinismo que delata cómo esos funcionarios se ven a sí mismos; heroicos actores en una gesta noble, con carácter mitológico. Según informa PL, para no quedarse atrás el Tribunal Supremo Electoral ya aprobó los fondos para su propio himno y así “exaltar” la institución. Pena ajena.
La calidad y costo del himno es menos relevante que la ofensiva discrecionalidad y arrogancia de funcionarios con el poder de lanzar monedas a un capricho narcisista que exalta e idealiza la organización que dirigen, con dinero ajeno. Esas monedas que no cansan de decir son tan escasas y necesarias para promover el bienestar común. No llega a corrupción en el uso corriente de la palabra; es improbable que haya robo, fraude, coimas, que se favorezca a algún pariente o que funcionarios se apropien del producto. Es tan solo simbólico del uso insensato y privilegiado de recursos, una pequeña muestra de un universo más grande.
Según funcionarios, el propósito del himno es exaltar la institución, contar con un medio para comunicar su misión y que los colaboradores internalicen sus valores. Hace todo lo contrario; es improbable que inspire lealtad a la organización, promueva mayor productividad, espíritu de servicio o refuerce la honestidad. Es difícil ver cómo inducir a empleados a memorizar y cantar el himno de esta organización conduzca a mayor identificación y eficiencia, como lo haría un estudio de tiempos y movimientos, métricas para evaluar resultados o la inversión en capacitación. El simbolismo del himno tiene que ver con el uso discrecional del poder, la manera en la que el trabajo, tiempo y recursos se asignan a actividades totalmente ajenas a las funciones propias de la institución. Los himnos de las instituciones públicas son una gota, casualmente objeto de atención, en el río de desperdicio.
El poder público se autoidealiza, sobredimensiona su eficacia y subestima la insatisfacción de sus usuarios. Es apropiado y útil que las personas crean que su trabajo es importante, significativo y valioso y que otros perciban lo mismo. Para los dirigentes y colaboradores del Renap y el TSE, sería de mucho mayor provecho examinar cómo sus usuarios y la población en general perciben los servicios que brindan. Es legítimo sospechar que la opinión de los usuarios guarda poca relación con las estrofas de sus himnos.
* Dr. Fritz Thomas, Ph.D., es Doctor en Economía por la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala y profesor de la misma casa de estudios.
El presente artículo fue publicado en Prensa Libre de Guatemala.
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