Al centro que separa diferentes posiciones ideológicas se encuentra el concepto del papel que juega el Estado; concretamente los límites, alcances y deberes del gobierno. Más esencial aún es la interrogante de si el gobierno es o no fundamentalmente una fuerza para el bien, y planteado de esta forma es un tema moral. En el mundo moderno no se conoce gobierno alguno que proponga explícitamente que actúa por el mal o interés de gobernantes; por el contrario, todos manifiestan actuar por el bien de la sociedad, para mejorar la vida de las personas. Por una parte, es cuestión de grado, cuánto poder, y por otra, de propósito, con qué objeto se ejerce. Hay diferentes clases de poder conducentes a la coordinación social, el que se basa en la coerción y el que proviene de la persuasión, sin que sea necesariamente evidente la línea que los separa.
El gobierno tiene el poder de afectar la conducta y vida de las personas con la amenaza de violencia. Una persona o empresa privada también puede tener el poder de afectar a muchas personas, pero de manera voluntaria. Un cantante capaz de llenar un estadio o una empresa que vende mucho jabón tiene que persuadir a la acción y preferencia voluntaria; carece de poder de coerción violenta. Sin embargo, hemos de ser persuadidos de que el actor de gobierno obra para servir a los demás, mientras que el comerciante actúa en interés propio.
La visión contractual de la sociedad política es que hay un contrato social; los miembros de la sociedad ceden y delegan el monopolio de la coerción violenta al gobierno para obtener el entorno de reglas y justicia que permita a cada uno perseguir sus propios fines. Una constitución es articulación explícita de la idea del contrato social. Este fenómeno se potencia con el ideal abstracto de la democracia; en realidad nos gobernamos a nosotros mismos. La democracia republicana, el autogobierno, se confunde fácilmente con la capacidad de elegir periódicamente a mandatarios y representantes por la vía del sufragio universal, delegando en unos, temporalmente, el monopolio del poder de legislar y hacer cumplir la ley. La delegación de poder otorga también la capacidad de obligar a las personas a entregar parte de su ingreso y patrimonio, a cambio no solo de servicios específicos, sino también para promover alguna idea del bien común y socorrer a los más desposeídos.
La delegación de poder y pago de tributo representa dos grandes saltos de fe que se relacionan a conocimiento e incentivos. Hay que creer que los elegidos para ejercer el poder saben cuáles son los fines idóneos, conocen los medios para alcanzarlos y tienen incentivos para actuar de manera correspondiente. La premisa es que los elegidos saben cuál es el camino correcto y lo siguen, desinteresadamente.
El sistema político se basa en la aspiración que los elegidos dedicarán sus esfuerzos a servir a la sociedad y no a servirse de ella; privilegiarán el interés social por encima del propio. Seguramente hay unos pocos de estos, pero no es el caso general. Idealmente, las instituciones y organizaciones proveen barreras y correctivos para impedir que personas electas a cargos públicos se sirvan de esta preferencia para usar el poder en beneficio propio, en detrimento del bienestar general.
Quien elige también está sujeto al dilema de conocimiento e incentivos. El voto se decanta entre lo correcto y lo conveniente; es difícil discernir si el votante se inclina por lo que se persuade es para el bien común o lo que percibe que potencialmente le conviene y beneficia. En este espacio se insertan los pícaros.
* Dr. Fritz Thomas, Ph.D., es Doctor en Economía por la Universidad Francisco Marroquín (UFM) de Guatemala y profesor de la misma casa de estudios.
El presente artículo fue publicado en Prensa Libre de Guatemala.
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